1 ago 2017

Xirau y la filosofía: “Un laberinto, un escudo y una ley”

Revista Proceso #2126, 31 de julio de 2017
Xirau y la filosofía: “Un laberinto, un escudo y una ley”
RAMÓN XIRAU

Autor de innumerables libros y ensayos filosóficos y de crítica literaria, además de poeta, Ramón Xirau escribió en 1964 Introducción a la historia de la filosofía, nacido de sus clases en el Seminario de Historiografía Mexicana Moderna y publicado por la UNAM. El volumen –que conjunta admirablemente la síntesis de la historia, la precisión de la filosofía y el cuidado del lenguaje– se convirtió en libro de texto en las preparatorias. 
Nacido en Cataluña en 1924, Xirau llegó a México de la mano de su padre (el también filósofo Joaquín Xirau) y falleció el día miércoles 26 en su casa de San Ángel. De este volumen esencial se reproduce en seguida el capítulo introductorio –dedicado a los orígenes del pensamiento en Grecia–, invitación al lector para compartir una clase de filosofía con el maestro.

Situado en el centro de Creta, el palacio de Cnosos, cuya construcción legendaria se atribuye a Minos, es tan complejo en su estructura que los arqueólogos modernos se pierden todavía por sus subterráneos, sus vericuetos, sus corredores, sus habitaciones muchas veces sin comunicación aparente. Cuando los griegos llegaron a Creta, el palacio de Minos los llenó de admiración y, para explicarse el misterio, inventaron la leyenda que ha pasado a la historia por su belleza y su verdad. ¿Qué dice la leyenda? El futuro rey Minos disputa el trono a sus hermanos. Pide un signo del cielo que le indique su derecho al reino. No tarda en llegar el signo de los dioses bajo la forma de un toro blanco. Pasifae, enamorada del toro sagrado, da a luz a un ser mitad toro, mitad hombre, que los griegos llamaron el Minotauro. Minos hace construir su palacio, o según los griegos su laberinto, para encerrar al monstruo recién nacido. Como el origen del Minotauro es divino habrá que sacrificarle todos los años siete muchachos y siete muchachas de Atenas. Teseo, ateniense, decide librar a su ciudad del tributo sangriento. Penetra en el laberinto y, gracias al hilo de Ariadna, princesa cretense enamorada de Teseo, puede volver a salir del laberinto después de haber matado al Minotauro.

La leyenda significa, principalmente, que los griegos quieren establecer un orden racional, una forma de vida que ya no dependa de los monstruos y de los sacrificios primitivos. Significa también, y en ello está una clara muestra de su espíritu ordenador y preciso, que, ante un fenómeno inexplicable, tratan de dar una explicación congruente capaz de ser entendida por todos los hombres.

De la misma manera que los griegos pusieron orden en el laberinto, pusieron orden también en las creencias religiosas de los pueblos que encontraban a su paso. El dios Zeus es, desde una época primitiva, una mezcla de dos divinidades. Por un lado, es el dios de los conquistadores helenos que gobierna a la luz y al cielo; por otra, es un dios mediterráneo, hijo de los titanes y de las potencias terrestres. Este mismo dios de doble origen se presenta sin embargo en Homero, como el supremo de todos los dioses, y, en la Odisea, como un consejero sabio de los dioses y de los hombres. Los griegos de la época de Homero, los griegos del siglo VII, han sustituido la multiplicidad de los dioses locales por una serie de divinidades que se parecen, idealizadas, a la propia aristocracia homérica gobernada por un rey. Serena como los dioses que la habitan ha de ser su morada en el monte Olimpo. Así la describe la Odisea:

Atenea, la de los ojos de lechuza, se fue al Olimpo, donde dicen que está la mansión eterna y segura de los dioses; a la cual ni la agitan los vientos, ni la lluvia la moja, ni la nieve la cubre –pues el tiempo es allí constantemente sereno y sin nubes–, y en cambio la envuelve una esplendorosa claridad; en ella disfrutan perdurable dicha los bienaventurados dioses.

A esta “esplendorosa claridad» aspiraron siempre los griegos. Habrían de lograrla como posiblemente no la ha logrado nunca ningún pueblo. El amanecer de esta nueva luz está en las obras de aquel poeta que ha pasado a la historia con el nombre de Homero.

El escudo de Aquiles

Tal como conocemos hoy la Ilíada y la Odisea, la primera se refiere a la antigua sociedad guerrera de los aqueos; la segunda, a los viajes de Ulises y su largo y difícil retorno a la vida estable de su ciudad y de su hogar. Sea cual fuera el origen lejano de estos poemas, fueron ambos escritos en su forma actual durante el siglo VIII o ya entrado el siglo VII. En ellos se percibe una concepción clara del mundo, presidida por los dioses olímpicos que, en sus regiones celestiales, prolongan y actúan las disputas de los hombres.

El mundo homérico es un mundo de orden y de armonía. ¿Cuál es la imagen de este mundo? Empecemos por la geografía de los tiempos homéricos. Veremos después cómo esta geografía se integra en un mundo de pensamiento mitológico organizado y claro al cual responden las acciones, los vicios y las virtudes humanas.

El mundo de los poemas homéricos es relativamente pequeño. La Tierra, que Homero concibe como un disco, tiene por centro a Grecia, y termina, al norte en regiones vagas, distantes y luminosas; al sur, en las tierras cálidas de la Nubia y de los etíopes, y se prolonga, de este a oeste, a lo largo de las costas mediterráneas. En el envés del disco, al otro lado de la Tierra, viven los misteriosos quimérides “escondidos en la niebla y las nubes», envueltos en «una noche perniciosa». En torno al disco están las aguas del océano, padre de todas las aguas, «todos los ríos, todos los mares, todas las fuentes, todos los pozos profundos». El cielo, bóveda estrellada, rodea la superficie de la Tierra y está sostenido por una serie de equilibradas columnas. Esta misma estructura de la Tierra es también la estructura cincelada en el escudo de Aquiles.

En la descripción homérica del escudo resalta, con claridad, un perfecto sentido de la armonía, del orden y de la gracia. Resalta también la imagen de este océano, estas aguas que son ya para Homero, como más tarde para algunos de los primeros filósofos, el origen de todas las cosas. Y en el centro del escudo, en la batalla de la ciudad guerrera, la más alta de las virtudes humanas: el heroísmo que transforma a los hombres en semidioses.

Si el heroísmo es la principal virtud que nos presentan los poemas homéricos, y en especial la Ilíada, son muy otras las virtudes (muy otro también el concepto del mundo) que nos deja la lectura de los poemas de Hesíodo. En Los trabajos y los días, poema de motivación ocasional surgido de la disputa por la herencia de las tierras paternas entre Hesíodo y su hermano, el poeta describe la vida campesina con un amor por la tierra que será difícil encontrar hasta en las Geórgicas de Virgilio. Pero esta motivación externa nos conduce al núcleo del asunto. Hesíodo discute sobre la justicia de su herencia y le dice a su hermano: “Atiende a la justicia y olvida la violencia. Tal es el uso que ha ordenado Zeus a los hombres: los peces y los animales salvajes y los pájaros alados pueden comerse unos a otros, puesto que entre ellos no existe el derecho. Pero a los hombres les confirió la justicia, el más alto de los bienes”. Además de revelar la existencia de una clase popular activa y poderosa, Hesíodo distingue claramente entre lo humano, guiado por la ley, y lo animal, llevado por la fuerza. Implícitamente Hesíodo viene a decirnos que la justicia no debe confundirse con el derecho del más fuerte. Esta separación entre la existencia de hecho y la existencia de derecho anuncia las teorías que Sócrates y Platón habrán de desarrollar unos cuantos siglos más tarde.

No se contenta Hesíodo con definir los ideales de la vida humana, basada en el trabajo y en la fidelidad a la ley. Inquiere también sobre los principios de las cosas, el sentido y el origen del mundo. Para ello escribe la Teogonía, o génesis de los dioses, que nos ofrece una especie de metafísica poética. Algunas de sus imágenes serán especialmente fecundas para la filosofía posterior.

Afirma Hesíodo que “antes que todas las cosas fue Caos”. No define mayormente este concepto mítico ni tan sólo nos dice a las claras si el caos fue la primera realidad en su mitología histórica del mundo divino. Sin embargo, esta noción del caos implica ya la idea de que la posibilidad precede a la realidad, de que lo informe da lugar a la forma, de que lo indefinido está antes de lo definido. Claro que Hesíodo no podía pensar en estos términos abstractos. Y sin embargo, al pasar el tiempo, la imagen del caos habrá de dar lugar a nociones filosóficas y aun científicas que sólo Anaximandro, en el siglo VI, empezará a desenmarañar. Una segunda noción de no menor importancia es la de Eros. No se trata de una idea nueva. Eros fue, desde tiempos lejanos, uno de los dioses de los griegos. Lo que importa aquí señalar es que el Eros de Hesíodo no es un ser estático e inmóvil, sino “el que rompe las fuerzas”. Para Hesíodo, Eros es la base de toda creación, la fuerza misma que es energía creadora tanto entre los dioses como entre los hombres.

En este mundo de dioses sucesivos tiene un puesto bien definido el hombre. A imagen y semejanza de las divinidades que se suceden, se suceden también las cinco edades de los hombres. En la primera de ellas, la edad de oro, suerte de paraíso helénico, los hombres “vivían como dioses, dotados de un espíritu tranquilo. No conocían el trabajo, ni el dolor, ni la cruel vejez […] y morían como se duerme”. Estos primeros hombres, buenos por naturaleza, se convirtieron en dioses. A esta primera edad sucedió, imperfecta, la edad de plata. Desvalidos, los niños eran criados “por madre […] pero sin ninguna inteligencia”. Después de cien años de crianza vivían miserables, y sin conocimiento de la religión, para morir bien pronto “a causa de su estupidez”. Zeus decidió acabar con esta raza infiel y la convirtió en la raza de los “dioses subterráneos”, reminiscencia hesiódica de aquellos dioses primitivos que los griegos encontraron a su llegada al Mediterráneo. La tercera edad, la de bronce, reminiscencia de la época en que los hombres empezaron a trabajar los metales, es también una edad heroica, en la cual los hombres son “al igual que los fresnos, violentos y robustos”. Por su violencia, por su carencia de justicia, fueron destruidos los hombres de bronce, y regresados a las entrañas de la tierra donde Helios, el Sol, les fue para siempre invisible. “Más justos y mejores” son los hombres de la cuarta edad, la de los semidioses, edad que nos remonta a los héroes homéricos “cuando en sus naves fueron a Troya”. La guerra pudo destruirlos, pero gracias a su virtud heroica siguen viviendo “en las islas de los bienaventurados”. Nuestra edad, la quinta, es la edad de hierro, la edad también de las lamentaciones. Durante toda esta edad “los hombres no cesaran de estar abrumados de trabajos y miserias durante el día […] y los dioses les prodigaran amargas inquietudes. Entretanto, los bienes se mezclarán con los males”.  Tal es la época del hombre, tal es también la época en que Hesíodo quiere convencer a su hermano Perses de que el supremo valor es el de la justicia.
A la evolución de los dioses, a partir del caos, corresponde la evolución de los hombres. Desde el nivel de la edad de hierro, última edad humana, Hesíodo, anunciador de futuras filosofías, poeta y teólogo de la Grecia antigua, preconiza la razón, el equilibrio y el respeto a lo justo.


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