16 jul 2017

El valor de la moderación/

El valor de la moderación/Javier Fernández es presidente de Asturias. 
Extracto del discurso pronunciado al recoger la Almuravela de oro
El País, viernes, 14/Jul/2017
La comunicación solo es posible mediante el lenguaje. Por eso es tan importante que los políticos hablemos un lenguaje que la gente pueda entender. Para que a partir de la comprensión de lo que queremos decir, la gente decida y entonces apruebe o repruebe, elija o reelija. De ahí que cuando el lenguaje político se desviste de matices para reducirse a clichés, estereotipos y consignas, la esencia misma de la política se desvanece.
Con la inestimable ayuda de la red, donde las mentiras más pesadas se balancean con plena seguridad, como los elefantes en la tela de araña de la canción infantil, hay discursos hoy en día que se abren paso pese a su falta de verosimilitud.

Imagínense la muela de un molino, a vueltas ruidosas sobre el eje. Eso ocurre con algunos discursos de apariencia muy potente, pero incapaces de acercarse al otro. Los clichés son palabras que giran sobre sí mismas, inservibles para el diálogo. En nuestro país, el debate está monopolizado por el eje izquierda-derecha tanto en lo económico, lo social, lo cultural y lo moral como en lo territorial. Y tal es el dominio de ese monopolio que quienes han querido introducir planteamientos más transversales —por ejemplo, en términos de vieja y nueva política, arriba y abajo, o ciudadanía y élites— han abandonado esa pretensión para ubicarse definitivamente en la izquierda de la izquierda. Después de tanto amago, la posición en el eje izquierda-derecha sigue siendo la brújula más socorrida para orientarse políticamente.

¿Por qué es tan importante la moderación? Ser moderado es saber que la política es un aprendizaje de la decepción, porque está incapacitado para ella quien no haya aprendido a dar por bueno lo que no le satisface plenamente. No puede ser moderado ni el político de las reivindicaciones absolutas, ni el que piense que su interés se formula contra otros, ni el de la insobornable intransigencia moral.

No se trata de hacer política a golpe de consenso universal. Ser moderado no consiste en negar el conflicto; de hecho, la política es inevitable justamente porque el conflicto también lo es. La firmeza y la moderación no son enemigas; tampoco la discrepancia y la moderación son incompatibles. Pero la moderación se lleva mal con las categorías absolutas, con el fanatismo, el sectarismo, la confianza en la posesión de la única verdad.

Ser moderado consiste en no interpretar la política como un combate, en no achicarla a un antagonismo que opone un nosotros virtuoso frente a un ellos vicioso. Consiste en desterrar del lenguaje político el tono camorrista, el matonismo, en renunciar a la descalificación ética del adversario al que se describe como un “intocable”. Azaña decía que “el carácter español transforma los problemas en tormentas de pasión” y añadía que ese carácter agregaba “una violencia peculiar a todas las facetas de la vida”.

No me gusta rendirme al tópico, a esa visión exaltada y romántica del carácter español, tan frecuentada en los últimos siglos por los propagandistas de nuestra leyenda negra, tan añorada por el casticismo trabucaire. Pero ochenta años después no puedo más que dar la razón a Azaña. No se trata de que a media España le sobre la otra mitad, sino que la dialéctica amigo-enemigo parece convertirse de nuevo en el eje capital de una idea de la política en la que lo que importa es ser uno de los nuestros. Para ser justos con Azaña, la devastación de las formas alcanza un nivel inédito. Hoy ni siquiera se injuria con buen gusto, quizás porque el insulto parlamentario, uno de los géneros más exigentes, requiere dosis de tacto y refinamiento intelectual de los que carece la actual clase política.

Esa aspereza de nuestra vida pública dificulta el diálogo en la medida en la que la negociación y el acuerdo precisan de un aprendizaje que sólo es posible a partir de una disposición psicológica cada vez más infrecuente. En un país en el que el eje izquierda-derecha lo succiona todo, la política se convierte en un limbo en el que se juega con las necesidades, las emociones, las frustraciones de la gente y las reputaciones de los políticos. La política se sitúa bajo la argumentación emocional sin poder ser replicada con lo que Hayek llamaba “la fatal arrogancia del exceso de razón”.

Un tiempo en el que a los mejores les falta convicción y a los peores les sobra apasionamiento es, en efecto, el tiempo de una democracia sentimental, donde se imponen quienes confunden las realidades sociales con las redes sociales y en la que las apelaciones a la razón, antes entronizada, se desmigan al chocar con el muro de la ciberpolítica.

La política se transforma también en un lugar donde impera la sentencia disyuntiva: “me gusta”, “no me gusta” que suprime de un golpe toda posibilidad de discusión, todo atisbo de duda. Y dudar es muy importante. Créanme, yo siempre tengo dudas. Sé que los doctrinarios tienen el privilegio de no verse afectados por las perplejidades y la inseguridad que asaltan al resto de los mortales, pero para conciliar posiciones, para pactar, para negociar, hay que tener muchas dudas y, eso sí, unas pocas certezas. En la política española ocurre al revés. Los populistas no dudan. Eso sí, cambian, mutan, fluyen. Se contradicen a diario sin que nadie les pida cuentas, porque la solidez nunca les ha importado. El populismo ya era líquido antes de Zygmunt Bauman.

Los nacionalistas tampoco dudan. Ahí siguen con sus naciones, sus soberanías, sus referendos y demás entelequias, ese lenguaje mítico con el que preparan las tisanas que nos marean con sus vapores. Andan también en búsqueda de una emoción, la expectativa colectiva ante una supuesta parusía que inaugurará un mundo nuevo. Dicen que al independentismo no se le puede replicar sólo con la ley porque es un sentimiento, el sentir propio de quienes se consideran nación. Yo respondo que ya lo sé, y que mi preocupación es que no se conteste al sentimiento con el sentimiento, porque los choques emocionales tienen muy mal remedio. No sé cuál será el punto exacto de la solución, pero estoy convencido de que sólo se alcanzará mediante la razón, la política y la duda. Y si de algo carecen los independentistas es de dudas. Tratar con gente que siempre va cargada de certeza resulta muy problemático.

Creo en la duda y en la palabra, y las reivindico como requisitos para el diálogo y la acción política. Las reclamo ante la tensión independentista, ante la falta de consensos básicos como el que es necesario para ordenar la educación, ante la reforma de la Constitución, ante todos los grandes problemas que no pueden despacharse con el encastillamiento de quien se supone dueño de la única razón.

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