Revista
Proceso # 2079, 4 de septiembre de
2016...
La crónica del
mito/CARLOS MONSIVÁIS
En 1988 apareció bajo el sello de Grijalbo, comandado por Rogelio
Carbajal, el libro de crónicas de Carlos Monsiváis, Escenas de pudor y
liviandad. La joya fue el texto dedicado
a Juan Gabriel. Desde entonces se han vendido en las distintas ediciones
alrededor de 50 mil ejemplares. Penguin Random-House lo republicará en edición
especial en 2017, con un prólogo del periodista de Proceso Jenaro Villamil.
Para su editor Ariel Rosales, la crónica-ensayo del libro “más emblemático” del
autor “fue clave pues motivó el mito de Juan Gabriel más allá de lo popular, en
un momento de rechazo de los intelectuales y de profundos prejuicios”. A
continuación, unos fragmentos.
I
En su camerino Juan Gabriel se recobra de la fatiga y disfruta el pasmo
circundante, las conversaciones interrumpidas, la atención agudizada. Hoy
concluyó su temporada 1986 en El Patio, y ha llegado a felicitarlo María Félix,
la Gran Estrella de la época en que las hacían una por una, y María saluda con
efusividad al cantante, le extiende ambas mejillas para el beso que se vuelve
roce furtivo, se desentiende disciplinadamente del efecto de su presencia y nos
informa:
–Este muchacho es un genio. Lo digo y lo repito en todas partes. Y
conmigo sólo ha tenido atenciones. Me canta desde que tiene 19 años. Me compuso
una canción lindísima, donde me trata como a reina de los cielos. ¡Imagínate!
El aludido, exaltado por el halago del Más Allá, conversa casi en secreto
con la Doña y con la cantante Lucha Villa. En el cabaret antaño indispensable,
Juan Gabriel, de martes a sábado y durante dos meses, ha establecido un récord,
ni un lugar vacío, y con frecuencia el desbordamiento hoy presenciado: gente en
las escaleras, riñas por entrar, un cover charge de 25 mil pesos, el lugar
utilizado centímetro por centímetro.
–No tiene límites Juan Gabriel conmigo, repite la Doña. Las actrices en
el camerino hablan en susurros. Cada una por sí sola provocaría pequeños
motines, pero aquí juntas reconocen a las potestades superiores… Ana Martín,
Sonia Infante, María Sorté, Silvia Manríquez, son nombres que hablan de
telenovelas que organizan la vida familiar, de películas bendecidas con largas
colas, de fotos ubicuas en la prensa vespertina. Pero la Félix es desde hace
mucho lo que ellas todavía no: una institución de tal modo fijada en la memoria
colectiva, que ya no depende de caprichos del reparto, de oscilaciones del
gusto, de críticas objetivas o subjetivas sobre el valor de una actuación.
Juan Gabriel atiende a María y le jura que en Ciudad Juárez la contempla
todas las noches. Así es, él le compró al doctor Álvarez Amézquita el célebre
retrato de María pintado por Diego Rivera, y lo tiene en su casa, al alcance de
las plegarias del encantamiento.
–¡Qué lindo eres, Juan! Tú y yo sí nos comprendemos, ¿verdad? Nosotros sí
sabemos que la envidia también es un aplausote.
Y el entusiasmo también es una ovación. Esta noche Juan Gabriel cantó
durante 3 horas 10 minutos una porción de su repertorio, y la apoteosis se
sostuvo de principio a fin. Servilletas, ñores, pañuelos, exclamaciones del
canibalismo amatorio («¡Cántala nomás para mí!»), las canciones entonadas a
coro, el agradecimiento del personal de El Patio por una temporada a sala
llena, y la palabra genio sostenida de mil maneras.
–Es cosa muy severa tener tu talento, añade María. No quiero instalarte
un jardín de flores al oído, pero tú todavía nos debes muchas maravillas.
El aludido la atrae a un rincón y le deposita sus confidencias.
III
Había una vez una ciudad llamada Juárez en la frontera de México con
Estados Unidos. Allí vivía un adolescente solitario, ajeno a la política y a la
cultura, aficionado irredento de las cantantes de ranchero, de Lola Beltrán y
Lucha Villa y Amalia Mendoza la Tariácuri… y ese joven, furiosamente
provinciano (cosmopolita de trasmano, nacionalista del puro sentimiento) creaba
por su cuenta una realidad musical nomás suya, la síntesis de todas sus
predilecciones que no existía en lado alguno, y para su empresa disponía de la
memoria (en donde resguardaba las melodías que no podía llevar al papel
pautado), del ánimo prolífico, de una guitarra, de muchos sueños y de la
casualidad de que en el país decenas de miles intentaban lo mismo: componer para
hacerse famosos, componer no por hacer arte sino con tal de representar
sentimientos y situaciones (enamorarse, desenamorarse, frustrarse, narrarle a
todos el dolor de no poder contarle a nadie el sufrimiento, desahogar el
rencor, aceptar que todo acabó y todo empieza).
Él y miles como él urdían canción tras canción para largarse del cuartito
con la familia idiotamente junta, y evadirse del trabajo monótono y de la
colonia en el culo del mundo. Y al adolescente de Juárez, que responde al
nombre de Alberto Aguilera Valadez, su inspiración le llevaba a diario melodías
que silbaba, con letras adjuntas, y él las cantaba en un lugar llamado Noa-Noa,
y lo que hacía agradaba, pero él no se resignaba a la modestia de la periferia,
y se dirigió a la capital monstruosa, a pasarla mal como un trámite en el
camino de la superación. Si no supiésemos del happy end sería triste lo que
sigue: hambres, malos tratos del egoísmo urbano, noches sin sitio para dormir,
una temporada en prisión porque un malvado lo acusó del robo de una guitarra,
días y semanas aguardando en las afueras de las grabadoras, sin que siquiera
las secretarias lo saluden.
Y la luz al final del túnel: un ser humano excepcional, la cantante de
ranchero Enriqueta Jiménez La Prieta Linda, lo recibe en su casa, le graba los
frutos de su inspiración, y le insiste a los directivos de su compañía: «Tienen
que contratarlo. No se arrepentirán». Ya entrado en los gastos de la
metamorfosis, Alberto padece un segundo bautismo. Ahora será, con resonancias
arcangélicas, Juan Gabriel así como se oye, según conviene en la época donde
los apellidos no interesan porque el impulso demográfico taló todos los árboles
genealógicos. En 1971, el debut profesional: Juan Gabriel es tímido y
protegible, es vulnerable y expresivo, y sus primeras composiciones celebran a
una juventud alegre, intrascendente y levemente anacrónica, cuya limitación
esencial es cortesía de la realidad.
No tengo dinero, ni nada que dar.
Lo único que tengo es amor para amar.
Si así tú me quieres, te puedo querer
pero si no puedes, ni modo qué hacer.
De inmediato las quinceañeras lo adoptan y lo adoran, si el verbo adorar
descubre de manera adecuada la compra de discos, no se ha dado cuenta que me
gusta, no se ha dado cuenta que la amo, los canturreos que ocupan semanas
enteras, los telefonazos a las estaciones de radio, los suspiros ante la sola
mención del nombre, la formación de clubes de fans… Y la lucha moral contra la
intolerancia de padres y madres y novios: ¿Pero cómo puede gustarte ese tipo…?
Muy mis gustos…
Y sí, hay razones del gusto que se esparcen, las chavas persuaden a sus
novios, a las madres se les desarrollan hábitos que muy pronto dejan de ser
clandestinos, y el inflexible paterfamilias se descubre una mañana tarareando:
En esta primavera / será tu regalo un ramo de rosas / Te llevaré a la playa, te
besaré en el mar / y muchas otras cosas. La prensa informa del fenómeno de
letras reiterativas y pegajosas y melodías prensiles, y reconoce un filón: el
compositor más famoso de México es un joven amanerado a quien se le atribuyen
indecibles escándalos, y a cuya fama coadyuvan poderosamente chistes y mofas.
¡Ay sí tú! Y Juan Gabriel ocupa la primera página de los periódicos
amarillistas, en fotos sensacionalistas, digamos en traje de baño en la playa
de La Condesa en Acapulco. ¡Ay si tú!, y los cómicos se benefician en sus
rutinas: «Un día iba caminando Juan Gabriel con su perrito y se encontró a un
marinero…». ¡Ay si tú! Y la mamá,
afligida por los modales de su hijo le cuenta a su hermana: «Ay, ay, ¿no me irá
a salir como Juan Gabriel?» ¡Ay si tú! Las aportaciones del morbo afianzan la
singularidad, y Juan Gabriel se instala, sin declaraciones ingeniosas o
audaces, sin concederle atención a bromas y rumores, sin el apoyo mitológico de
la Bohemia o de la Parranda o del Culto a la Autodestrucción. Él es un ídolo
Real que desplaza fantasías producidas en serie.
IV
A Juan Gabriel nada le ha sido fácil, salvo el éxito. En 1971, el primer
año de su vida profesional, el auge del rock liquidaba al parecer las
esperanzas postreras de la canción romántica. El rock es el idioma juvenil por
excelencia, el acompañamiento más adecuado para el deseo de huir del
subdesarrollo. Si quieres ser verdaderamente moderno (digno del espejo donde
tus padres y tus abuelos ya no se reflejan aunque se lo propongan), no oigas
tonterías que entiendes pero ya no sientes, mejor adáptate a lo que muy
probablemente no entiendes pero que sientes cada segundo.
Los jóvenes talentosos se afanaban en nacionalizar el rock, en aprender
del jazz y del blues, en verter el impulso juvenil en letras que fueran
manifiestos, en añadirle a la música la dinámica corporal… Este acelere de la
cultura juvenil no inmutó a Juan Gabriel, aislado por la miseria y por la
provincia. Su experiencia era otra, más pausada y encadenada a la realidad, y
él la sabía compartida por millones. Es falso que se pueda prescindir de la
letra. La gente necesita enterarse de lo que canta, porque sigue enamorándose y
sigue tronando, y sin frases que delaten el ánimo real o ideal, ni el amor ni
los fracasos se viven con holgura. Y una línea afortunada es un mundo abierto.
Canta Angélica María:
Porque el que amo
contigo tiene un parecido.
Pero es distinto el sentimiento,
porque él es bueno
y tú sigues siendo el mismo.
Durante un tiempo no se le hace mucho caso a Juan Gabriel. Lo suyo es el
territorio de los mercados de discos, de las estaciones radiofónicas que a sus
oyentes no les regalan status sino quejas de los vecinos y recados de novias y
novios, de las loncherías y bares llamados Mi Ranchito o Los Abedules, de los
bailes con tocadiscos prestados y pésimo equipo de sonido, de las sensaciones
al margen del prestigio. «Fíjate en lo vulgar de estas melodías, en la madriza
a la sintaxis de estas letras. ¡Qué horror!» En su programa del Juicio Final
del acetato, el locutor Jorge Saldaña rompe los discos de Juan Gabriel. Al
comentarlo, los editorialistas se interrogan sobre la salud mental de la
juventud, y los intelectuales, al preguntárseles sobre el compositor responden
de inmediato: «Es basura». Pero las canciones cunden en disquerías, rancherías
y loncherías, algunas se desvanecen con rapidez, y otras se convierten en
standards que los muy modernos admiran entre pretextos y sigilo. Deseoso de
variar, Juan Gabriel recorre todos los géneros e incursiona en la canción
ranchera (tal y como la definió en la práctica José Alfredo Jiménez: mariachis,
desolación, regaño al ser ingrato, poesía popular y atmósferas cerveceras), y
surge «Se me olvidó otra vez» (…).
Ya no únicamente las jovencitas memorizan a Juan Gabriel. Los tiempos
cambian y el machismo se adapta. A principios de 1977, en la inaudita
entrevista de prensa al ser nombrado embajador de España, el ex presidente
Gustavo Díaz Ordaz declara: «Aquí me tienen, como dicen ahora, en la misma
ciudad y con la misma gente». ¡Santo Pedro Armendáriz! ¡El hombre del 68 cita a
Juan Gabriel! ¿A dónde iremos a parar, Seño Eduviges?
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